Hay quien ha comparado la actual pandemia con la Peste Negra que, a mediados del siglo XIV, asoló Europa. Pero no tiene nada que ver. Con una altísima mortalidad y afectando a una población en su mayoría joven y en edad de procrear -la expectativa de vida medieval no permitía otra cosa-, la peste produjo una selección natural que permitió que la población de épocas posteriores fuese más resistente a brotes sucesivos, por más que siguieran apareciendo epidemias localizadas durante tiempo.

Con una mortalidad global de alrededor del 1%, pero mucho menor para las personas de menos de 60 años (entre un 0,1 y 0,15 %), el CoVid 19 no parece en disposición de comportarse como agente darwiniano. Pero las consecuencias de la plaga medieval fueron más allá de eso. A la obtusa necesidad de buscar un chivo expiatorio culpable de todos los males -los judíos, sospechosos habituales, entre ellos- se contrapuso una cierta tendencia al secularismo, que propició el advenimiento del humanismo renacentista. Por eso, lejos de considerar que acontecimientos de este tipo solo implican consecuencias biológicas, debe tenerse en cuenta la forma en que pueden modificar las creencias y expectativas sociales. No es fácil pronosticar el impacto que en ese sentido tendrá nuestra pandemia, aunque sí hay aspectos que puede permitir imaginarlo. Por ejemplo, nos hemos dado cuenta de lo relativamente fácil que es revertir la terrible contaminación de nuestras ciudades, cuya letalidad, aunque más taimada, quizá no tenga que envidiarle mucho al coronavirus. Otra cosa es que nuestra concienciación de este y otros aspectos resista en el tiempo más allá de cuando, tras disponer de la correspondiente vacuna, esta pandemia sea solo un recuerdo lejano…